A menudo queda una
impresión, en cualquier lugar. Un canto marchito que golpea mis
oídos, que me embota el cuerpo y me transporta a un instante lejano:
una caricia entre temblores dudosos, una risa tímida e indolente. O,
en este caso, gritos envasados, de esos que me estremecen y tornan
como escarpias los pelos de mis cohibidas piernas.
Ya sabes.
Esos gritos que se
esconden tras el papel despintado de las paredes, tras las puertas de
madera cansada de los muebles en los que apenas me fijé, tras aquel
patio que sólo vislumbré de lejos y que recuerdo como un estúpido
espejismo; tras aquella habitación que me arropó una noche, y aún
con todo el mimo de aquellas sábanas no conseguí dejar de sentirme
una extraña. Tras aquel verano angosto que se me antoja un invierno
aterrador.
Y es que ya lo sabes.
Que las bajas
temperaturas me llaman, me arropan, y me hieren por igual. Que mis
huesos son frágiles y mis rodillas turbias, y paso más tiempo
achicándome contra el suelo y lamiendo mis heridas que volviendo a
levantarme. Que tengo la piel hecha de pétalos pálidos, lo mismo que mi
madre, y lo mismo que ella mis carnes se entumecen con una facilidad
espectral.
Que estoy hecha de
cristal, y el frío que corta me astilla la coraza.
Crónica de un pueblo que vi de lejos y al que no quiero volver.
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