La tenue luz de la
habitación iluminaba a la niña, que parecía inconsciente atada a
la silla. Era un cúmulo de masa revuelta y herida: labios, mejillas
y un ojo hinchados; el labio inferior partido, manchando su pálida
piel con una sangre ya seca. Un estampado purpureo y sangriento le
decoraba la cara, y estaba segura de que el resto del cuerpo estaría
en un estado similar. Chuck había hecho un buen trabajo con la
paliza, como siempre. Incluso el pelo rubio platino de la niña
estaba ahora revuelto y estropajoso, con el pegajoso líquido carmesí
formando nudos, capas y enredos entre mechón y mechón, mientras
hacía unas horas eran dos perfectas trenzas simulando perfección y
dulzura. Si me la hubiese encontrado en un parque, habría creído
que era humana. Quizás me hubiese hecho su amiga.
A cada paso que daba por
la destartalada habitación, intentaba borrar el pensamiento de mi
cabeza. Era un monstruo, una abominación. En lo que llevábamos de
mes había devorado a quince críos, y en alguna ocasión había
atacado a una madre; tenía la apariencia perfecta para alimentarse
de su plato favorito: los niños.
No era la primera vez que
me involucraba en las cacerías, y apenas nos enteramos de las
muertes tuvimos claro que se trataba de un reader. En las tres o
cuatro ocasiones que habíamos coincidido con aquella especie,
aprendí que no existían completamente pederastas como tales: el 80%
de las víctimas –obviamente desaparecidas, o asesinadas en raras
circunstancias– habían sufrido el ataque de un reader. El por qué
de la ocasional atracción sexual era algo que no llegábamos a
entender. Pero no eran más que monstruos, y no nos comíamos la
cabeza a la hora de eliminarlos.
Y ahora yo iba a matar a
uno de ellos: mi primera cacería real. Un paso más hacia su
extinción y uno menos hacia la nuestra. Tenía la tensión por las
nubes, el arma me temblaba en la mano. Casi parecía que quien iba a
morir era yo. Cargué la pistola, apunté, y tragué saliva como
pude. Tenía la garganta seca. No era capaz. No. No lo era. No me
creía capaz de hacerlo.
– Tus padres...
¿murieron? –la débil y suave voz del monstruo me paralizó. Se
me aceleró el pulso a un galope rápido y rítmico–. Una.. pena,
supongo. Oh. Pero eras adorable con tres añitos –una larga y
azulada lengua recorrió los labios hinchados de la niña, ahora
grises. Estaba en mi cabeza. Podía sentir sus huesudos dedos, los
de su apariencia real, manosear y recorrer cada uno de mis recuerdos
y pensamientos–. Eras tan... suculenta. Lástima que hayas
crecido. Pero, ¿sabes? Tengo hambre.
Un gélido aliento me
recorrió la nuca. Me estremecí, chillando débilmente. Se me cayó
la pistola al suelo del pánico y me tapé la boca con ambas manos;
había comenzado a hiperventilar, y notaba el miedo en cada uno de
mis nervios. Mierda. Mil veces mierda.
Cuando me he puesto a leer la entrada no esperaba encontrarme con esto, pero buah. Me ha gustado un montón lo de los reader. Ese "Tengo hambre" ha matado. ¿Qué fue al final de la chica?
ResponderEliminar¡Un beso!
Si lees el resto de entradas con la misma etiqueta (Y llegaron los monstruos) te enteras más de lo que está pasando.
EliminarMe alegro mucho de que te haya gustado <3