Cuando Jeremy se quiso
colar en mi vida, con esas ganas oscuras que reflejaban sus ojos, ni
siquiera me lo planteé. Nadie había traspasado nunca la muralla,
¿sabes, Rose? Pero el muy capullo se daba cabezazos contra ella como
si no hubiese mañana, y pateaba y rasgaba y mordía, y era tan perro
hambriento que conseguía que me compadeciese de él con una
facilidad bárbara. Le abría la puerta cada vez que llamaba sin
siquiera mirar por la mirilla, porque me había acostumbrado a
escuchar la piedra del mechero ya desde el portal, y el olor a hierba
se colaba por todas partes. Y cuando entraba, su dejadez y su saludo
pésimo me conmovían tanto que no era capaz de negarle nada.
Solía refugiarse en mi
habitación para fumar lo que no podía en su casa, y nos pasábamos
las tardes hablando de las idas de olla de su instituto y de cómo se
planteaba los estudios; incluso me ponía a mí de ejemplo por eso de
sacarle dos años, pero aunque no lo decía, yo me planteaba las
cosas tanto o más que él. Siempre terminaba contándome sus
problemas familiares, y cuando me preguntaba por las novedades en mi
casa yo me encogía de hombros y le restaba importancia a todo,
aunque ya por entonces las cosas eran más grises de lo que deberían
y mi capa colgaba rasgada en el armario. Yo qué sé, Rose. Nunca le
quise complicar la vida.
Pero cuando me dio por
fijarme, éramos un par de chavales que saciaban el aburrimiento con
las ganas. Un día se despatarró en mi cama con el cigarrillo entre
los dientes y tan solo me miró de arriba abajo, con el hambre en
los ojos. Dio una calada larga y se apartó el pitillo, y de su boca,
además del humo, salió un ¿por qué nunca hemos follado, Sam?.
Tardé una semana en contestarle, y a partir de ahí empezó lo de
dejarse llevar.
La verdad es que nunca
llegamos al sexo como tal, pero cuanto más jugábamos a masturbarnos
el uno con el otro, más ganas tenía yo. Él me aseguraba los
orgasmos y nunca se apartaba el cigarro, excepto para morderme la
boca, y a mí me podía cómo el fuego le iluminaba la cara y el pelo
alborotado. A cada calada las brasas se reflejaban en sus ojos, y era
yo la que ardía por completo. Incluso me fijaba más en el incendio
del papel que en las manchas de las sábanas, aunque Jeremy en
seguida captaba mi atención y me llevaba por donde quería. Pero no
quiero que te confundas, Rose, porque no fue ahí cuando se desató
el instinto pirómano y todo eso de lo que os gusta hablar a los
psicólogos. Es cierto que Jeremy me ajustó las tuercas lo debido,
pero el fuego ya pesaba antes de que ardieran los orgasmos.
Las incursiones casi
duraron un año, y de un día para otro, dejó de venir.
A veces nos encontrábamos
y charlábamos, él con su respectivo pasotismo y yo con el cuerpo
palpitante por el ansia. Pero me callaba, porque apenas nos veíamos
una vez al mes; en cada ocasión me contaba de una chica distinta, y
ser amigos con privilegios nunca te da para reclamar nada. Así que
todo como vino se fue, y yo me aficioné al incienso para que mi
habitación se llenara de humo y simulase sus porros. A fin de
cuentas, imaginarle fumando y desnudo en mi cama aceleraba la llegada
al clímax.
Al final, al incienso lo
sustituyó el tabaco, y lo único a reconocer es que del buzón de su
última novia tan solo quedaron cenizas.
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