Leo nunca decía la verdad, era como un perro apaleado al que le reprendieran cada vez que ésta asomase por sus labios; y como aquello nunca le trajo más que problemas, se acostumbró a fanfarronear. Lo hacía con tales ganas, con su sonrisa torcida y sus palabras grandes y complicadas, que cualquiera caía rendido ante sus mentiras como si fuesen lo más veraz que nadie escuchara en su vida.
Ryan, en cambio, lo tenía
calado desde el principio. Veía las cientos de capas de falsa
confianza y fingido narcisismo de las que Leo se jactaba como lo más
sencillo de derribar del mundo; ni navajazos, balazos, ni todas esas
mierdas con las que se relacionaban en las calles. Bastaba con una
mirada larga y determinada a sus ojos oscuros para que se
desmoronaran las murallas, piedra a piedra, y Leo temblara con fuerza
contra la pared. Y Ryan se recreaba en verlo temblar, mientras a Leo
le trastabillaban las palabras en la lengua.
Estaban hechos para las
miradas furtivas, no para las grandes conversaciones. Ryan se quedaba
al fondo de la sala, mientras el resto de la banda se reunía en
torno a Leo para escuchar la constante retahíla de estupideces y
risas; y casi parecía que los demás se empaparan del exceso de
confianza que Leo se esforzaba en aparentar. Entonces ocurría un
choque, un vistazo en la distancia, las pupilas azules de uno contra
las marrones del otro; y Leo se retorcía las manos en el bolsillo de
la sudadera, con la sensación fría en los dedos y el contraste que
le recorría el cuerpo por el maldito apetito que reflejaban los ojos
de Ryan. Una pared más que caía, con su labio inferior tiritando y,
un segundo después, intentando recuperar la compostura.
Hasta que Ryan se acercó a él y se atrevió a
soltarle un eh, Leo, ya basta.
Porque para él ya
bastaba.
Estaba hasta las narices
de escucharlo, y eso que había soportado tonterías y tonterías por
su parte. Al fin y al cabo, daba igual. Ryan sabía que eran mentiras
y que en eso se quedaban. Él no se las creía, él seguía firme y
sabía cuándo tenía que creer y cuándo no, que era la mayoría de
veces. Los demás sí lo hacían, y ahí estaba el problema.
(Y es que a veces es más
fácil creer las mentiras).
—No puedes inventarte
que te tiras a todas las animadoras del equipo —espetó Ryan.
Y menos a Georgina.
Aunque eso no lo dijo.
Igual parecía idiota,
pero, en fin, eso qué más daba. Sabía que Leo temblaba cada vez
que lo miraba de aquella forma, de aquella que lo advertía de que
algún día, tarde o temprano (y a veces parecía que demasiado
temprano) lo haría caer. Leo se cagaba encima. Y hasta el momento
Ryan había aguantado, pero, joder, la estupidez tenía un límite,
incluso la de Leo.
—Yo no me he inventado
nada.
Otra mentira más. Leo lo
dijo tan convencido que Ryan sintió asco, asco de verdad.
Y se rió en su cara.
—Algún día haré que
te comas los dientes —dijo Ryan. Sus ojos echaban chispas de rabia
contenida que gritaba que la soltaran. Pero no, todavía
no. Cerró los puños, fríos, y se clavó las uñas en las palmas de
las manos. Le dolió, pero era mejor que le dolieran las manos de eso
que no de haberle soltado un puñetazo a Ryan.
Las miradas querían
terminarse.
Leo apretó la mandíbula
y Ryan casi escuchó sus dientes rechinando. La situación no le
gustaba a ninguno de los dos, pero Ryan no sabía a quién le gustaba
menos. Tal vez a él, tal vez a Leo. Sí, quizás más a Leo. Por el
brillo de sus ojos. A Ryan llegó a pasársele por la cabeza que Leo
estaba a punto de llorar. Y ver a Leo llorando tenía que ser todo un
espectáculo, toda una satisfacción. De lo gilipollas que era. Leo,
que tanta confianza decía tener en sí mismo. Leo, que se regodeaba
en sus propias estupideces porque no tenía otra cosa en la que
regodearse. Llorando.
Ryan sonrió de medio
lado.
—Espera sentado —dijo
Leo.
Y no añadió nada más.
No había nada más que añadir.
—Eres un gilipollas, y
lo peor es que lo sabes.
Quien sonrió entonces
fue Leo, y su sonrisa se clavó en lo más hondo de Ryan. Aunque no
tanto como a Leo le hubiera gustado.
—No vas a hacerme caer,
Ryan, y lo peor es que lo sabes —respondió sin hacer desaparecer a
su sonrisa. Pronunció las últimas palabras con más énfasis, casi
haciéndole burla. (O, más bien, sin el casi).
Ryan soltó una
carcajada, y entonces los ojos marrones de Leo relucieron de
impotencia. Leo quería ganar, sí, pero Ryan no iba a ponérselo tan
fácil. La primera batalla de la guerra estaba todavía sin jugar. Y
aquellas miradas eran sólo el principio, eran sólo avisos. Quien
avisa no es traidor. Y Ryan no era ningún traidor.
Escrito conjunto con Andrea Neptune.
Ya echaba de menos estas cosas.
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