‒No
tengo ni idea de dónde puede estar ‒el osezno suspiró, y su
mirada cayó al suelo triste y pesada‒. Sólo espero que aparezca
pronto.
‒A
lo mejor está hibernando. ¿No has notado a tu madre más gorda
últimamente?
El
cuervo se recolocó la gorra tras hablar y se ajustó la bolsa con el
centenar de cartas asomando. Apenas prestaba atención a la
conversación. El correo siempre la parecía más importante
‒No
seas zopenco, los osos no hibernan en verano.
Anne
puso los ojos en blanco y el cuervo sintió cómo se le erizaban las
plumas al recibir el insulto. Aquello le escocía y le indignaba, y
no se parecía en nada a cuando la paloma, con sus ojos melosos y sus
sonrosadas mejillas, le susurraba bajito lo tonto que era. En cambio,
esa cría era atroz, y el cuervo se preguntó cómo un cuerpo tan
pequeño y diminuto a veces derrochaba tantísima maldad.
‒¿Sabes?
‒de nuevo se bajó la gorra, evitando mirar a Anne‒. Siempre te
estás quejando de lo insoportable que es tu abuela. De cuánto daño
te hace a veces y de las cosas que te dice. Pero tú no eres
diferente: te comportas como una cafre y dices cosas sin pensar si le
harán daño al resto. Vas a terminar igual que ella.
Cuando
el silencio se alargó más de lo debido, el cuervo alzó la vista y
vio a Anne con sus pupilas negras fijas en él. Era la primera vez
que tenía esa expresión, con la cara enrojecida y amenazando con
estallar en lagrimones. De nuevo, el cuervo se preguntó cómo un
rostro tan pequeño podía contener unos ojos tan grandes.
‒¿Si?
Pues ojalá se te caigan todas las plumas y no te quieran ver de
lejos ni las gallinas, estúpido cartero.
La
niña salió corriendo, mientras el osezno se revolvía incómodo a
la entrada de su cueva y el cuervo apenas era capaz de articular
media palabra.
Sí,
ella tenía razón: era un zopenco.
Zopenco es una palabra poco usada actualmente, sin embargo has sabido sacarle el jugo
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