Francis
tenía los pies fríos y la carne helada, y ya no le cabían más
miedos en las manos. Las notaba pesadas y pastosas, como si fuera él
quien estuviera escarbando entre los restos de aquellos árboles
muertos que su padre ya no quería proteger. Y los miedos apestaban a
rechazo y a dudas, a preguntas que le apretaban la garganta y le
pellizcaban los ojos por las noches.
–¿Crees
que acabaremos así?
Ninet
no paraba de apartar la tierra con las manos. Respiraba a bocanadas
mientras a un lado y a otro sus brazos se movían con fuerza y le
tiraban los músculos, y en su cabeza apenas cabían más imágenes
que no fueran los huesos, una montaña de restos a los que aferrarse
para celebrar la salvación.
–No.
Yo no.
El
quejido de Francis sonó como una campana de aviso, un recordatorio
que a Ninet le picó en los oídos y le hormigueó entre los dedos.
Paró de cavar y se quedó en mitad del hoyo, y sólo entonces notó
que le pesaba el cuerpo y que el sudor que le empapaba el pelo le
caía sobre la frente como una cortina espesa. Cuando se quitó los
rizos de la cara, se la manchó entera de barro y se fijó en sus
manos: ennegrecidas y sucias, ahora parecía que nunca habían sido
manos de niña. Pero todavía estaban lejos de las zarpas que su
padre había prometido si ganaban.
–Perdóname..
–Ninet resopló y miró a su hermano, apenas una bola temblorosa en
mitad de la noche. Francis moqueó y se encogió de hombros, y le dio
la espalda porque como siempre no quería que le vieran llorar–. No
va a pasarnos nada, ¿vale? No vamos a terminar en ningún cementerio
y no pienso dejar que nadie nos robe.
En
aquel lugar muerto Ninet no supo si decía la verdad, pero su lengua
se arriesgó por ella aunque las piernas le temblaran y en su cabeza
siguiera resonando la voz de su padre y la imagen de los huesos.
A
veces sentía que se olvidaba de Francis, y aquello asustaba.
A
veces no distinguía la meta de la sangre y ni siquiera le importaba.
–¿Ni
aunque tengamos las enredaderas hasta el cuello?
Francis
la miró de reojo y Ninet sonrió, y de pronto lo salvaje pareció
ocultarse mientras el bosque rugía con recelo en lo profundo entre
los árboles.
A
veces Ninet sentía que se olvidaba de Francis, pero a veces parecía
imposible si su voz siempre conseguía despertarla.
–Ni
aunque nos coma vivos la hiedra. Correremos antes.
Y eso
era verdad, porque aquello era una carrera. Era el tiempo quemándole
en la piel y escociendo en sus tobillos mientras Ninet no paraba de
correr y Francis le seguía a trompicones, ambos rozándose las manos
y rogando porque su padre no quisiera separar la sangre nueva. Era
una pesadilla custodiando las puertas de la bendición, la sombra del
monstruo que les había seguido desde lejos y que amenazaba con
arañarle las espaldas y herir desde el recuerdo. Era la luz
escapando por la puerta entreabierta, el bosque como un abrazo y un
abrigo, como un padre que les cantara en la noche.
Texto para la antología Aquelarre,
de la preciosa de While.
Al final voy a tener que plantearme hacer fijos a Ninet y a Francis por aquí.
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